Una vida en la escalera
Un día, George Cukor preguntó a Bette Davis si sabía caerse por unas escaleras. "Sí", contestó ella; "demuéstramelo", ordenó él. Minutos después, y "gracias a los trucos físicos" que le había enseñado Martha Graham, había pasado de corista a actriz de reparto Todo empieza por algún lado y, en el caso de Ruth Elizabeth Davis, empezó por Theda Bara, Mary Pickford y Rodolfo Valentino, de quien se quedó prendada tras ver la versión cinematográfica original de la obra que hizo rico a Blasco Ibáñez, Los cuatro jinetes del apocalipsis. “Valentino y su mundo eran un sueño”, y la película de Rex Ingram (1921) afianzó la arrolladora vocación de aquella jovencita de trece años que “siempre se había visto impulsada por una especie de música distante; un himno de batalla, sin duda, porque he estado en guerra desde el principio” (The Lonely Life, su autobiografía). Pero no fue el cine quien conquistó su corazón; fue el teatro, motor de su mirada desde que Blanche Yurka y su versión de El pato silvestre (Ibsen) se cruzaron un invierno en su camino y la llevaron a decir: “Algún día interpretaré el papel de Hedvig”, promesa que acabaría cumpliendo. Para entonces, Honoré de Balzac le había dado la idea de cambiarse el nombre; no en imposible persona, evidentemente, sino a través de una de sus novelas: La prima Bette (1846). Según contaba ella misma, bastó que su padre despreciara su intención de cambiárselo y lo llamara “capricho pasajero” para que que lo adoptara al instante: “Decidme que no haga algo y lo haré. A partir de ese momento y para los restos, mi nombre se deletreó B–E–T–T–E”. Se había convertido en Bette Davis, y daba igual cómo lo escribiera, porque las mayúsculas se daban por sentadas. Ella no era como las “chiquillas de alta sociedad que levantaron sus tiendas y se escabulleron silenciosamente” de la escuela de Robert Milton y John Murray Anderson –donde aprendió el oficio de actriz– cuando comprendieron que “la vida de un artista era un puntillismo cuyos puntos de color están hechos de sudor, celos, competencia, desilusión, inseguridad y más sudor”. Ella adoraba esa vida, y no es extraño que adorara también a la persona que “nos enseñó a usar nuestros cuerpos como se debe”: la bailarina y coreógrafa Martha Graham. “Cada vez que he subido un tramo de escaleras en una película –y me he tirado media vida en ellas– era Graham paso a paso”, afirmaba. Su “¡actuar es bailar!” se le había quedado bien grabado, y lo demás (el dominio de la voz, para empezar), se lo enseñaron creadores como el dramaturgo y director George Arliss, el primer británico que ganó un Óscar al mejor actor, por su interpretación en Disraeli (1929), de Alfred E. Green. Pero, sin salirnos del mejor invento para subir y bajar, con permiso de rampas y ascensores, su importancia en la carrera de Bette Davis quedó clara desde su primera aparición profesional en el teatro, en el musical Broadway, de George Cukor. Durante una representación, la actriz que hacía de Pearl (Rose Lerner) se torció un tobillo; Cukor tenía que sustituirla y, al saber que Davis se había aprendido el papel, le preguntó si era capaz de hacer lo que estaba haciendo Lerner cuando sufrió el accidente: caerse por unas escaleras, por supuesto. “Sí”, contestó ella; “demuéstramelo”, ordenó él. Minutos después, y “gracias a los trucos físicos” que le había enseñado Graham, había pasado de corista a actriz de reparto. Por desgracia, Cukor y Davis no congeniaron; seguramente, por la feroz independencia de la segunda o, quizá –improbable, aunque más literario–, porque se le fue el dedo índice en la escena en que debía disparar a su amante, el actor Robert Strange, que hacía mutis a continuación. En lugar de un par de tiros, estaba tan nerviosa que le descerrajó todas las balas y, como nadie habría creído que un hombre tan bendecido por el metal saliera tranquilamente del escenario, Strange se tuvo quedar tendido in situ hasta el final del acto. “Señorita Davis, hágame un favor mañana por la noche –le dijo luego el actor–. ¿Me podría disparar sólo dos veces, para que me pueda ir?”. En cierto modo, es lógico que aquella “tenaz trabajadora”, una mujer “incansable” y “muy exigente, sobre todo con ella misma”, como la definió William Wyler (William Wyler Interviews, de Gabriel Miller) subiera el primer peldaño de su carrera con el espíritu criminal de Leslie en La carta (1940) y la rebeldía de Julie en Jezabel (1938), donde se adivina cómo habría sido el personaje de Scarlett O’Hara si la Warner, que se lo había ofrecido, no hubiera vendido su opción sobre Lo que el viento se llevó (de Margaret Mitchell) a David O. Selznik. Bette Davis nunca perdonó esa afrenta. Quería el papel (“parecía escrito para mí”), pero su amiga Olivia de Havilland aún no había ganado el famoso litigio contra las productoras, que además de ser prácticamente dueñas de actores, directores y guionistas, castigaban con suspensiones a quien no pasara por el aro (

Un día, George Cukor preguntó a Bette Davis si sabía caerse por unas escaleras. "Sí", contestó ella; "demuéstramelo", ordenó él. Minutos después, y "gracias a los trucos físicos" que le había enseñado Martha Graham, había pasado de corista a actriz de reparto
Todo empieza por algún lado y, en el caso de Ruth Elizabeth Davis, empezó por Theda Bara, Mary Pickford y Rodolfo Valentino, de quien se quedó prendada tras ver la versión cinematográfica original de la obra que hizo rico a Blasco Ibáñez, Los cuatro jinetes del apocalipsis. “Valentino y su mundo eran un sueño”, y la película de Rex Ingram (1921) afianzó la arrolladora vocación de aquella jovencita de trece años que “siempre se había visto impulsada por una especie de música distante; un himno de batalla, sin duda, porque he estado en guerra desde el principio” (The Lonely Life, su autobiografía). Pero no fue el cine quien conquistó su corazón; fue el teatro, motor de su mirada desde que Blanche Yurka y su versión de El pato silvestre (Ibsen) se cruzaron un invierno en su camino y la llevaron a decir: “Algún día interpretaré el papel de Hedvig”, promesa que acabaría cumpliendo.
Para entonces, Honoré de Balzac le había dado la idea de cambiarse el nombre; no en imposible persona, evidentemente, sino a través de una de sus novelas: La prima Bette (1846). Según contaba ella misma, bastó que su padre despreciara su intención de cambiárselo y lo llamara “capricho pasajero” para que que lo adoptara al instante: “Decidme que no haga algo y lo haré. A partir de ese momento y para los restos, mi nombre se deletreó B–E–T–T–E”. Se había convertido en Bette Davis, y daba igual cómo lo escribiera, porque las mayúsculas se daban por sentadas. Ella no era como las “chiquillas de alta sociedad que levantaron sus tiendas y se escabulleron silenciosamente” de la escuela de Robert Milton y John Murray Anderson –donde aprendió el oficio de actriz– cuando comprendieron que “la vida de un artista era un puntillismo cuyos puntos de color están hechos de sudor, celos, competencia, desilusión, inseguridad y más sudor”. Ella adoraba esa vida, y no es extraño que adorara también a la persona que “nos enseñó a usar nuestros cuerpos como se debe”: la bailarina y coreógrafa Martha Graham.
“Cada vez que he subido un tramo de escaleras en una película –y me he tirado media vida en ellas– era Graham paso a paso”, afirmaba. Su “¡actuar es bailar!” se le había quedado bien grabado, y lo demás (el dominio de la voz, para empezar), se lo enseñaron creadores como el dramaturgo y director George Arliss, el primer británico que ganó un Óscar al mejor actor, por su interpretación en Disraeli (1929), de Alfred E. Green. Pero, sin salirnos del mejor invento para subir y bajar, con permiso de rampas y ascensores, su importancia en la carrera de Bette Davis quedó clara desde su primera aparición profesional en el teatro, en el musical Broadway, de George Cukor. Durante una representación, la actriz que hacía de Pearl (Rose Lerner) se torció un tobillo; Cukor tenía que sustituirla y, al saber que Davis se había aprendido el papel, le preguntó si era capaz de hacer lo que estaba haciendo Lerner cuando sufrió el accidente: caerse por unas escaleras, por supuesto. “Sí”, contestó ella; “demuéstramelo”, ordenó él. Minutos después, y “gracias a los trucos físicos” que le había enseñado Graham, había pasado de corista a actriz de reparto.
Por desgracia, Cukor y Davis no congeniaron; seguramente, por la feroz independencia de la segunda o, quizá –improbable, aunque más literario–, porque se le fue el dedo índice en la escena en que debía disparar a su amante, el actor Robert Strange, que hacía mutis a continuación. En lugar de un par de tiros, estaba tan nerviosa que le descerrajó todas las balas y, como nadie habría creído que un hombre tan bendecido por el metal saliera tranquilamente del escenario, Strange se tuvo quedar tendido in situ hasta el final del acto. “Señorita Davis, hágame un favor mañana por la noche –le dijo luego el actor–. ¿Me podría disparar sólo dos veces, para que me pueda ir?”. En cierto modo, es lógico que aquella “tenaz trabajadora”, una mujer “incansable” y “muy exigente, sobre todo con ella misma”, como la definió William Wyler (William Wyler Interviews, de Gabriel Miller) subiera el primer peldaño de su carrera con el espíritu criminal de Leslie en La carta (1940) y la rebeldía de Julie en Jezabel (1938), donde se adivina cómo habría sido el personaje de Scarlett O’Hara si la Warner, que se lo había ofrecido, no hubiera vendido su opción sobre Lo que el viento se llevó (de Margaret Mitchell) a David O. Selznik.
Bette Davis nunca perdonó esa afrenta. Quería el papel (“parecía escrito para mí”), pero su amiga Olivia de Havilland aún no había ganado el famoso litigio contra las productoras, que además de ser prácticamente dueñas de actores, directores y guionistas, castigaban con suspensiones a quien no pasara por el aro (“Jimmy Cagney, Humphrey Bogart y yo acumulamos alrededor de veinte entre los tres”). No podía hacer nada y, según su versión, tampoco quiso hacerlo cuando Selznik la pidió “en préstamo” a la Warner y añadió “en el paquete” a Errol Flynn, para sustituir a Clark Gable: “la idea de que el señor Flynn hiciera de Rhett Butler me horrorizó”. Tara había quedado fuera de su alcance; en teoría –no todos dicen lo mismo–, por sus viejas desavenencias “con el más sano y bello de los sátiros”, compañero suyo en Las hermanas (Anatole Litvak, 1938) y, al parecer, escaldado pretendiente: en cierta ocasión, le dijo que no intentaba ligar con ella porque creía que se reiría de él, y ella, que “nunca pedía la rara oportunidad de estar de acuerdo con un hombre”, se lo quitó de encima con un contundente “no sabes cuánta razón tienes, Errol”. En su defensa, Bette Davis añade que estuvo “extremadamente elegante en su retirada”, con florituras a lo “capitán Blood”.
Huelga decir que, en gran parte de sus películas, incluidas todas las mencionadas, las escaleras tenían un enorme protagonismo; como dijo Hitchcock, “son muy fotogénicas” y, a veces (Eisenstein sabía algo al respecto) pueden ser la trama entera. Sin embargo, no todo el mundo las aprovecha como las aprovechó Mankiewicz en la insuperable All About Eve (1950), donde ejercen de metáfora en múltiples direcciones y enfatizan de paso la personalidad y la situación concreta de los personajes; particularmente, de Margo Channing. Quién no recuerda, por ejemplo, su “abróchense los cinturones”, mirando hacia el rellano. Hay quien afirma que fue la mejor interpretación de Davis; tal vez, porque cuesta no asociar su vida a la de la actriz madura que, como puntualizó el director, “trataba su abrigo de visón como si fuera un poncho”. En todo caso, Davis nunca se sintió cerca de Margo (“un tipo de actriz radicalmente distinta a mí”), y eso da mucho más valor a la opinión que tenía Mankiewicz sobre ella: “No hay nada que Bette no pueda hacer”. Era “inteligente, intuitiva, vital, sensible y, por encima de todo, una maravillosamente dotada actriz profesional” que hacía su trabajo “con responsabilidad y honradez”.
La última aventura de aquella diosa de escalones y barandillas tuvo San Sebastián por escenario. “Nunca me había pasado ni había visto” nada parecido a “los cientos de personas que esperaban bajo la lluvia con tal de verme”, manzana tras manzana y a los dos lados de la calle. Bette Davis, que no imaginaba semejante recibimiento cuando le concedieron el premio Donostia (1989), lo resumió así: “fue verdaderamente increíble”. Había logrado ser lo que soñó de niña y, tras “vivir en un permanente estado de arrebato”, sintiéndose “como en casa en las tempestades”, la ya cercana Parca quiso que terminara la edición revisada de The Lonely Life desde un balcón del Hotel María Cristina, con estas palabras: “teniendo las estrellas, no hay necesidad de pedir la luna”.